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viernes, 5 de diciembre de 2008

Pater Noster, qui es in caelis...


Asistir a una misa funeraria o a un responso fúnebre hoy en día es uno de los actos más anacrónicos y sin sentido a los que se puede asistir.

Iglesias vacías, frías, inhóspitas con imaginarios de santos que antes de generarte sosiego o tranquilidad te generan pavor, desconfianza te dan “yuyu”.

Aparece el reverendo encargado de los oficios, arrastrando su maltrecho y decrepito cuerpo hasta el pulpito. Los allí presenten, no saben que hacer, me levanto, me quedo sentado, le digo hola buenas tardes, le saludo con un, “malegro verle padre”.


Nadie de los presentes conoce el protocolo. Las plegarias antaño citadas por el pastor de turno, eran secundadas por los asistentes y familiares, respondidas al unísono como una sola voz. Las feligresas beatas que no tenían nada que ver con el difunto pero que eran fieles asistentes a las liturgias cristianas, acompañaban con sus cánticos al sacerdote, el efecto sonoro generado por los coros de los presentes invadía el templo y para los creyentes, eran momentos de una notable excitación espiritual.

Hoy, el capellán, habla por un micrófono obsoleto, que emite ruidos extraños posiblemente acoplamientos por el alto arsenal tecnológico que portamos cada uno de los allí presentes. El cura recita su homilía de corrido, nadie le secunda, nadie contesta a las preguntas que evocando a la Biblia nos invita a responder. Ni siquiera las primeras frases del famoso Padre Nuestro el “Hit” más emblemático, la oración cristiana por excelencia, son secundadas por los asistentes. La misa se convierte en un monologo e inmenso tostón del sacerdote y sus cánticos pequeños balbuceos “a capella” solo secundados por los sonidos “tono-polítono” de los móviles que los asistentes se les olvidan de apagar (Rhianna y Estopa sonaron hoy). A las lágrimas y desolación que acumulan los familiares y asistentes a la “ceremonia” después de los días previos a la “despedida”, se le añade el insufrible dolor de piernas que los allí presentes recibimos, infringido posiblemente en represalia por la no participación en la liturgia.

Cuando yo muera, no quiero flores ni ataúdes suntuosos, una bolsa de plástico servirá, no quiero esquelas, ni que me lloren más de lo que admita la decencia. De mi cuerpo si podéis aprovechar algo lo cogéis el resto lo tiráis o se lo dais a este. Lo que si imploro a quien corresponda, es que no hagáis pasar a mis familiares y a mis amigos por una misa fúnebre, por el olor a las paredes húmedas y frías de las iglesias por la incomodidad de sus bancos, por la visión tenebrosa de sus imágenes y por esa terrible sobrecarga a sus ligamentos cruzados.